Tema del Mes > Noviembre 2008


Símbolos femeninos de la dualidad Vida y Muerte en Mesoamérica
Por Patricia Ortega Henderson


Introducción

Editorial Fata Morgana desea hacer una mención y reflexión, este noviembre de 2008, acerca de una festividad que en México tiene un arraigo muy especial —y es muy poco usual en el resto del mundo—, el “Día de los Muertos”.

El festejo se lleva a cabo cada año, en fecha 02 de noviembre, y es en honor de esa Señora que nos acompaña toda nuestra vida, desde el momento en que nacemos hasta que finalmente nos vamos, ¡la muerte!

En México, a esa elegante Dama —a quien representamos y embellecemos con todo tipo de adornos y vestimentas—, la llamamos coloquialmente “La Catrina” (nombre que hace alusión a su fino porte, al estilo de los catrines, y que fue popularizado por un grabador mexicano de siglo XIX, José Guadalupe Posada, quien la expresó gráficamente en todo tipo de situaciones de la vida cotidiana del México de su tiempo).





Este día, los hogares mexicanos —así también sitios y parques públicos, y por supuesto, los cementerios— son engalanados con ofrendas en su honor, y con recuerdos de los familiares que “ya tienen el gusto de conocerla en persona”. Alegres altares, adornados de diversos y cotidianos motivos hechos en papel picado —de variados y vivos colores—, dulces, pan de muerto y calaveritas de azúcar, veladoras, recuerdos y retratos de familiares y amigos ya fallecidos, comida y bebida, hermosas flores amarillas de Cempasuchitl y otras de Terciopelo rojo obscuro, etc.… ¡todo aquello que alegre, y convierta en gozosa, la inherente y solemne luctuosidad del motivo que se honra, la muerte!

Sean altares pequeños o grandes, sencillos o fastuosos… ¡no importa! Lo relevante es que sirvan para recordarnos —si es que tenemos la humildad para escuchar los “sabios consejos de la Dama festejada”— lo breve que es esta vida, el poco tiempo que tenemos para hacer lo más que podamos en ella, ¡con todo el significado de nuestra existencia!

Para todos nuestros lectores, pero en especial aquellos que viven en otros países, los invitamos a visitar la dirección de Internet que aparece a continuación. Es una variada y representativa muestra fotográfica de lo que en palabras hemos querido narrarles.


A continuación, tenemos el agrado de presentarles el interesante material que
amablemente nos preparó nuestra colaboradora, la filósofa Patricia Ortega Henderson. Ella es una estudiosa de la psicología junguiana, y ha trabajado conmigo de tiempo atrás en forma frecuente. Es en relación a algunos de los antecedentes y fundamentos históricos de esta costumbre nuestra, matizado por su muy especial y profundo enfoque filosófico. ¡Nos halaga mucho que haya dedicado este tiempo a escribir el artículo!

Editorial Fata Morgana
Dra. María Abac Klemm



Símbolos femeninos de la dualidad Vida y Muerte en Mesoamérica
Por Patricia Ortega Henderson 


“Pues así decían: cuando morimos,
no es verdad que morimos, pues todavía vivimos,
pues resucitamos, existimos, nos despertamos.”
Códice Florentino, lib. X, cap. XXIX


Con ocasión, en este mes de noviembre, de la celebración (en todo México, tanto en privado en los hogares, como en público en panteones, museos y centros comerciales; en grandes ciudades y en pequeñas comunidades rurales), de la tradicional fiesta del “Día de los Muertos”, en estas líneas comparto algunas reflexiones centradas en una de las ideas esenciales de la religión de los antiguos: la dualidad, enfatizando el carácter simbólico, en el alma mexicana, de la dualidad vida y muerte en deidades femeninas.

Nuestros ancestros indios tenían una multiplicidad compleja de diosas y dioses. Su profunda religiosidad se manifestaba en la vida cotidiana: todas las actividades humanas, desde el nacimiento hasta la muerte, estaban regidas por divinidades femeninas y masculinas. Los astros del cielo y las fuerzas de la naturaleza eran antropomorfizadas y divinizadas. Vivían y morían en la creencia religiosa animista, que atribuye alma a todos los seres, incluso los inorgánicos, prevaleciendo de esta manera una incertidumbre difusa que diviniza el mundo y vincula entrañablemente todas las cosas del cosmos.

La intuición mesoamericana identificó los misterios de la vida y de la muerte humana con el ciclo de vida de la planta del maíz y de los astros: conforme el modelo de los astros y de las plantas, se viene a existir más de una vez aquí en la Tierra. Vida y muerte se integran y son generadas por energías divinas que viven en el cielo y en el inframundo. La Tierra, ubicada entre ambos, es donde se da la lucha y armonía de la dualidad. La Tierra es la región de la vida del hombre, donde los opuestos se unen.

Para estos pueblos la vida se preña en la muerte, como el Sol brota de las entrañas de la Tierra, o como la raíz sale de la obscuridad a la luz. La muerte vive en el hombre como la raíz en la flor. Los antiguos sentían la muerte como la vuelta cíclica a la intimidad materna de la Tierra. Así lo confirma el mito de la creación del hombre, la muerte es la matriz de la existencia: Quetzalcóatl baja al Mictlán (mundo de los muertos) en busca de los huesos-jade, para fecundarlos con su sangre, que brota del pene sacrificado, y crear a los seres humanos del quinto Sol.

Esta idea de una resurrección y otra existencia después de la muerte, del retorno cíclico hacia el corazón de la Madre Tierra, libera a los muertos de las impurezas y regenera la vida. El mito de la creación del Sol y la Luna en Teotihuacan festeja este aspecto regenerador: los dioses Nanahuatzin y Tecuciztecatl se sacrifican, lanzándose al fuego de la muerte para convertirse en los astros celestes; entonces comienza a correr el tiempo, haciendo las condiciones propicias para la vida en la Tierra.

La muerte no es el fin de una existencia lineal que avanza hacia el futuro, sino el eje central en torno al cual giraba la vida cíclica del maíz, del hombre y del cosmos. La dualidad vida y muerte aparece en las principales deidades femeninas: La diosa de la Cueva, Coatlicue, Cihuacóatl, las Cihuateteo y Tlazoltéotl, ellas simbolizan aspectos de una misma divinidad: La Gran Diosa Madre, en su función dual de creadora y destructora.

LA DIOSA DE LA CUEVA: La mayoría de los mitos de origen cuentan que los primeros ancestros nacieron en el recinto húmedo y obscuro de las cuevas. Los aztecas se gestaron, como otros pueblos antes, en Chicomostoc (siete cuevas), como matrices míticas; aquí el siete tiene un valor de fecundidad. Existen testimonios arqueológicos que indican que Teotihuacán se fundó sobre una cueva. De igual manera, Xochitécatl, dedicado al culto de la feminidad y la fertilidad, se construyó sobre un volcán extinguido. También Mitla (la ciudad de los muertos) se localiza sobre una cueva.
 
La cueva es un símbolo de La Gran Madre, éste es el arquetipo de origen. Al igual que en Europa, en Mesoamérica hubo una remota época (2200-1200 A.C.) en que el culto más importante fue a la Diosa Madre. Se practicaba en las cuevas y se dedicaba al ciclo del nacimiento, muerte y regeneración de la vida, asociado a la reproducción de la vida humana y vegetal, tan importante en las sociedades agrícolas, y asociado, también, a la caza de animales. Los mitos de la Diosa de la Cueva señalan que el cosmos y la nueva humanidad tuvieron su origen en las profundidades del inframundo.
 
COATLICUE (la de la falda de serpientes): Los antiguos mexicanos imaginaban la Tierra como un gran tejido de serpientes, que se entrecruzaban rítmicamente a manera de tapete divino. Coatlicue es la Gran Diosa Madre-Virgen de los dioses, diosa lunar y telúrica, quien otorga la vida, pero también recibe los cuerpos al morir; es generadora de vida y muerte, en un complejo simbolismo que expresa la continuidad de la existencia.

Las poderosas imágenes de Coatlicue la representan en su aspecto terrible. Como indica su nombre, lleva una falda de serpientes sostenida por un cinturón, también en forma de serpiente. Tanto su cabeza como sus manos se encuentran sustituidas por cabezas de serpiente, las cuales parecen brotar del interior de su cuerpo, como si de la mutilación sacrificial emergiera una energía avasalladora.

Aparece con las ofrendas del sacrificio, que la diosa porta en un collar de manos: corazones que rematan en un cráneo humano que oculta, en parte, el pecho de la diosa. Las ofrendas que rodean a Coatlicue manifiestan su máxima jerarquía como Gran Diosa Madre de la dualidad vida y muerte.

En su imagen se relacionan elementos tan diversos como garras, serpientes, cráneos, caracoles, plumas, manos, corazones, miembros y órganos mutilados: aquí late la guerra, la maternidad, el sacrificio y la ofrenda. Sus pies son garras, porque es insaciable y se alimenta con los cadáveres de los hombres; por eso se llama también TLAZOLTEOTL “la comedora de inmundicias”. Pero sus pechos cuelgan exhaustos, porque han amamantado a los dioses y a los hombres, porque todos ellos son sus hijos y por eso se la llama TONANTZIN “nuestra madre”, y TOCI “nuestra abuela”.

El rostro de Coatlicue es bifronte y dual al mismo tiempo, que se repite idéntico en la vista posterior. Cada uno de estos rostros se divide a su vez en dos mitades, que son los perfiles de las serpientes que se juntan en el centro, provocando la percepción de un rostro que se unifica y divide alternativamente, en una oscilación que va de la dualidad a la unidad y viceversa.



CIHUACOATL (mujer serpiente): Es otro nombre de la diosa, es la patrona de la vegetación, la fecundidad de la tierra, el cultivo del maíz y de las CIHUATETEO (mujer diosa). Como Coatlicue, también a las Cihuateteo se las representa descarnadas y con las manos abiertas: se encuentran con las palmas vueltas hacia el frente, como un signo de entrega; ya no pueden guardar nada, pues han entregado la vida en la guerra sagrada. Aparecen en las noches gritando y llorando; son las mujeres muertas en el parto, que bajan a la tierra a espantar en las encrucijadas de los caminos. Simbolizan la mujer guerrera que sacrifica en el parto su vida por dar vida, su destino en otra existencia es acompañar al Sol en su recorrido por el cielo, del cenit a su ocultación, en dirección oeste, descendiendo hacia la dimensión telúrica-nocturna de la muerte.



TLAZOLTEOTL (diosa de las cosas inmundas): Asociada a la tierra, la fertilidad y la sexualidad. Patrona de los partos, nacimientos y horóscopos. Su hijo es Centéotl, Dios del Maíz. Como es la comedora de inmundicias, come los pecados de los hombres, dejándolos limpios. De aquí provienen los rituales de la confesión que se practicaba ante los sacerdotes de Tlazoltéotl y la lectura que éstos hacían en los tonalámatl, donde diagnosticaban los destinos de los días. Su imagen presidía la entrada del baño ritual en un temazcal o útero materno. Se la representa a menudo “investida” con la piel de la víctima, al igual que Xipe, el Dios de la Primavera. Esta investidura es una forma típica del simbolismo de transformación.







El simbolismo del Arquetipo de la Gran Madre es complejo. Las Grandes Diosas Madres Vírgenes Mexicanas Antiguas que hemos mencionado, son representaciones de la ambivalencia del arquetipo, sus imágenes evocan sobre todo el carácter elemental negativo del Arquetipo Femenino. Pero la angustia, el horror y el miedo al peligro que lo Femenino significa no puede derivarse de ningún atributo real y evidente de una mujer en una relación personal, sino expresa una experiencia arquetípica interna de toda la especie humana, común tanto a hombres como a mujeres.

El Inconsciente del hombre, es decir su mundo instintivo, el estrato psíquico del cual surge la Conciencia en el curso de la historia humana, se experimenta como maternal y femenino. Por el contrario, la Conciencia se ve como masculina. En las diversas diosas relacionadas con la muerte y el inframundo vemos el carácter elemental negativo, que se expresa en imágenes fantásticas que no existen en el mundo externo. La razón de esto es que lo Terrible Femenino es un símbolo del Inconciente. Y la parte obscura de la Madre Terrible toma formas mounstruosas, ya sea en Egipto como en la India, Roma o México. La Gran Madre es la tierra, la “materia prima”, el caos primordial, la deidad autocreadora, omnipresente y sin rival.

En su aspecto positivo, expresado en imágenes del mundo como la vida, la naturaleza y el alma, se ha experimentado como generativa, nutricia, protectora y cálida. Asimismo, su aspecto negativo es percibido en muerte y destrucción, peligro y dificultades, hambre y desnudez.

El carácter ambivalente de la Gran Diosa Madre se ve en la relación entre mitos de fertilidad y sacrificios sangrientos y guerras. Ante todo esto, el hombre aparece como indefenso en la presencia de la Obscura y Terrible Madre. De manera particular y específica, ésta es una imagen de lo Maternal, porque en un sentido profundo vida y nacimiento están siempre unidos con muerte y destrucción. En otras palabras, apareamiento y muerte son idénticas, y muerte representa fecundación.

Hoy vemos señales por dondequiera del regreso de la Gran Madre, sobre todo en su aspecto negativo inconsciente. La guerra y la destructividad, la crisis económica y el MATERialismo (tanto capitalista como socialista) sirven a la Madre Negativa.

Necesitamos un sueño colectivo que nos indique la vuelta al camino de la luz, de la conciencia, para poder ver que la Gran Madre Vírgen Mexicana Coatlicue, es también Cihuacoatl, Cihuateteo, Tlazolteotl, Toci y Tonantzin-Guadalupe; un sueño que nos de una idea redentora, que nos ayude a develar y manifestar el cuidado, la protección, la compasión, la energía, el poder, la alegría y la confianza en la Vida, que tanto necesitamos, y que sólo integrando y honrando lo Femenino en el mundo lo podremos lograr.

México, D.F. a 29 de octubre de 2008.
Patricia Ortega Henderson



Patricia Ortega Henderson es licenciada en filosofía, con especialidad en psicoterapia de pareja. Cuenta con entrenamiento en Musicoterapia GIM (Guided Imagery and Music). Es miembro de FAMI (Fellow of the Association for Music and Imagery). Fundadora del Circulo de Mujeres zapotecas Dijagunaa. Investiga aspectos del arquetipo femenino en la cultura mexicana antigua y contemporánea.


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