Tema del Mes > Octubre 2020

Nota: Lo invitamos a participar, enviando a nuestro E-Mail
sus comentarios respecto al Tema del Mes y Temas de Meses anteriores,
que con gusto haremos llegar a los autores respectivos.


Este mes les presentamos un escrito de Bárbara Aranguren, quien tiene el don de cautivar, de abrir posibilidades a la “imaginatio”, con su forma delicada, femenina y diferente de escribir.

Tomando de base un cuento de Franz Kafka, “Josefina la cantante y el pueblo de los ratones”, e interesantes anécdotas de dos grandes personajes de la danza clásica y del bel canto, Marie Taglione y Adelina Patti, Bárbara nos ilustra sobre cómo lo sugerente nos cautiva, a veces incluso más que la realidad. Y acompaña su trabajo literario con una bella ilustración de “Josefina, la de Kafka".

Le agradecemos a Bárbara Aranguren su hermoso escrito y la forma como lo reflexiona, y nos place mucho compartirlo con ustedes. ¡Esperamos sus comentarios!

Dra. María Guadalupe Abac Archundia
Octubre de 2020


Josefina, la de Kafka, diva entre las divas.
por Bárbara Aranguren





Durante la Belle Époque, que prolongaría el s.XIX hasta la Gran Guerra y la caída del Imperio Austrohúngaro, entre la alta burguesía y la aristocracia, proliferó la fama de las grandes divas del ballet y de la ópera, en particular la de aquellas que alcanzaron en su arte un grado más allá de la excelencia, algo que rondaría con lo sobrenatural o lo divino, y que las destacaba muy por encima de sus otras competidoras. Su fama atravesaba de Europa a América, e incluía, por supuesto, a la Rusia zarista. Estas divas reinaron en paralelo a las cabezas coronadas de la realeza.





Tal fue el caso de la bailarina clásica Marie Taglione, nacida en Suecia e hija de un coreógrafo italiano. Marie inició el modo de bailar “en pointes” e inventó –probablemente su progenitor– un nuevo estilo, con sus delicados “arabesques”, que cambió la manera de bailar en pleno Romanticismo. También fue Marie Taglione la primera bailarina en utilizar un leve tul blanco a manera de falda flotante que, con el tiempo, y más corto, se convertiría en el clásico tutú. Debutó en Viena en 1822, representando “La Silphide”, coreografía de su padre Fillippo Taglione, en la Opera de París, y a partir de 1837 y hasta su retirada de las tablas, bailó en el Ballet Imperial de San Petersburgo. Tan grande era la veneración que le profesaron sus admiradores rusos que una noche cocinaron un par de sus zapatillas de baile y después compartieron tan demente sopicaldo, como se lee en las “Memorias literarias” de Dimitri Grigoróvich. (Ed. Nevsky Prospects 2010).

Aún mayor fue el encumbramiento de otra diva, algo posterior. Se trata de la cantante de ópera Adelina Patti, prima donna cuya vida está plagada de anécdotas que perfilan la composición de una máscara pública cincelada por la extravagancia, la arrogancia y el endiosamiento. La Patti ha sido la cantante de ópera que más ha cobrado por cantar en todos los tiempos. Adelina Patti, como la Taglione, fue formada por un padre profesional del oficio, el tenor Salvatore Patti, curiosamente también italiano. En este caso, la familia entera, madre y hermanas incluidas, se dedicaban al “bel canto”; Adelina se estrenó con apenas ocho años y cantó durante varias temporadas, presentada como niña prodigio, algo que sin lugar a dudas era. Con dieciséis debutó con Lucía de Lammermoor en la “Academy” de New York. Era el año 1859.

Comenzó el éxito internacional de la Patti: Londres, San Petersburgo, Buenos Aires. Hasta cantó en los funerales de Rossini. Ya encumbrada, Adelina se perfeccionó también en el arte de ganar dinero, muchísimo dinero, y en el de gastarlo: compró un castillo en el sur de Gales, donde hizo construir un teatro réplica de “La Scala” de Milán. No carecía de sentido del humor pues adiestró a un loro para que gritara "Cash, cash" cuando entraba su empresario americano. Sus admiradores la adoraban a tal punto que después de cantar la Patti, arrastraban ellos mismos su carruaje para darle varias vueltas por la ciudad. Se dice también que cada mañana desayunaba un sándwich con doce lenguas de canario.

Y luego está Josefina, claro, Josefina la de Kafka, diva del pueblo de los ratones y de su misma especie. No es de extrañar que Franz Kafka conociera las anécdotas que circulaban de las extravagancias que, por fervor a estas divas mencionadas, hacían sus admiradores, si tenemos en cuenta que él nació en 1883, en la Praga del Imperio Austrohúngaro, un año antes de morir la Taglione y cuando Adelina Patti tenía tan sólo veinte años. Su fama por entonces era tal que en 1886 cantó para Abraham y Mary Lincoln, cuando su hijo Willy murió de tifus. Mientras Kafka crecía, la Patti era ya dueña de una fortuna desmesurada y de un carácter idéntico.

Sin embargo el texto "Josefina la cantante y el pueblo de los ratones" sería uno de los últimos que Kafka escribiera. Era el año 1924 y Adelina Patti había dejado esta tierra en 1919. ¿En qué se parece Josefina a las divas de la época? Sobre todo en vivir rodeadas por una corte de admiradores que la elevan a esa categoría, y también en tener conciencia de lo extraordinario de su talento. Pero lo interesante no es en qué coinciden sino en qué se diferencian.

Josefina pertenece al pueblo de los ratones, es una más, y de este pueblo el narrador, otro ratón, nos dice nada más comenzar el relato:

“… nuestra raza, en general, no ama la música... Josefina es la única excepción”... “En círculos íntimos nos confesamos sin tapujos que, como canto, el de Josefina no tiene nada de excepcional.”… “¿Será realmente un canto? ¿No será solo un silbido?”… “Si fuera, pues, cierto que Josefina no canta, sino que solo silba, y quizá, como al menos a mí me lo parece, a duras penas supera los límites del silbido habitual, …, si todo esto fuera cierto, el supuesto talento artístico de Josefina quedaría en entredicho, aunque entonces habría mucha mayor razón aún para resolver el enigma de su influencia.”

Tras plantear estas dudas sobre el talento de Josefina, la única cantante del pueblo de los ratones, el narrador nos habla sobre la difícil y dura vida que llevan los de su especie y cómo en los momentos de mayores dificultades aparece ella:

“… Y entonces Josefina piensa que ha llegado su hora. Ya está ahí de pie la tierna criatura, vibrando angustiosamente por debajo del pecho; es como si hubiera concentrado toda su energía en el canto, como si todo cuanto en ella no sirviera directamente al canto se hubiera quedado sin fuerza, sin ninguna posibilidad de vida, como si la hubieran despojado, abandonado, encomendado sólo a la protección de unos buenos espíritus, como si un soplo de aire frío pudiese, al pasar, matarla, mientras ella, totalmente fuera de sí misma, permanece inmersa en su canto”.

Queda claro, entonces, que no es la voz ni su arte lo que hace de Josefina una diva, sino su actitud.

“Y para reunir en torno a sí misma a esa multitud de nuestro público, casi siempre en movimiento, que corre de aquí para allá en función de objetivos no siempre muy claros, Josefina no tiene en general más que echar hacia atrás la cabecita y, con la boca semi abierta y los ojos dirigidos hacia lo alto, adoptar esa postura que revela su intención de cantar… La noticia de que quiere cantar se propaga enseguida, y pronto empieza a acudir gente en procesiones”.

“Josefina se impone; esa nulidad de voz, ese rendimiento nulo se impone y se abre hasta nosotros, y es reconfortante pensar en ello. En momentos así seguro que no soportaríamos a un verdadero artista del canto –si llegase a haber alguno entre nosotros– y rechazaríamos de modo unánime la insensatez de semejante exhibición… Josefina consigue efectos que un artista del canto intentaría en vano conseguir entre nosotros y que se deben precisamente a la insuficiencia de sus recursos”.

Así pues, en el caso de esta singular diva, no son precisamente sus dones para el canto los que la elevan por encima de los mortales y la colocan en el altar de las estrellas sino, por el contrario, la falta de los mismos, su nulidad como cantante. La explicación que el narrador nos da sobre este extraño fenómeno es la siguiente:

“… Josefina frunce los labios y expele aire por entre sus preciosos incisivos, languidece de admiración por los sonidos que ella misma produce y utiliza esa languidez para estimularse a conseguir logros nuevos… Aquí, en las exiguas pausas entre un combate y otro, el pueblo sueña; es como si a cada cual se le relajaran los miembros, como si al individuo desasosegado le permitieran estirarse y alargarse a su gusto en la gran cama cálida del pueblo. Y en esos sueños resuena de vez en cuando el silbido de Josefina; ella lo llama cristalino, nosotros lo llamamos entrecortado; en cualquier caso, allí está en el lugar que le corresponde como no lo estaría en ningún otro, como raras veces encuentra la música el momento que la está aguardando. Hay en ello algo de nuestra pobre y breve infancia, algo de la felicidad perdida y nunca más recuperable, pero también algo de la vida activa de hoy, de su lozanía pequeña e incomprensible, aunque existente e imposible de exterminar”.

Son estas vagas apreciaciones de lo que el silbido o canto de Josefina produce en el pueblo de los ratones lo que lleva a estos a simular veneración por la cantante. La gran diferencia entre los admiradores de Josefina y los de, por ejemplo, la Taglione o la Patti, es que, mientras estos últimos reconocían en sus diosas unos talentos y prodigios jamás antes vistos, ante los que se rinden humillados al compararse como simples mortales frente a ellas, los admiradores del canto de Josefina simulan que éste no es más que un silbido para poder seguir sintiendo, cada vez que ella se yergue para exhalar su débil sonido, ese “algo” del tiempo huido de épocas mejores, o de la “breve” infancia del pueblo de los ratones. No era, como la de Taglione y Patti, su competencia para demostrar, casi a la manera circense, momentos excepcionales en el baile o el canto, sino la capacidad de evocación o ensueño que su vocecita producía en el afanado y confuso pueblo de los ratones.

Es decir, mientras algunas divas eran encumbradas por hechos tan extraordinarios como reales, Josefina, sin aptitud real ninguna, lo era por el más difícil de los dones en el arte: la capacidad de sugestión.

Y así, mientras la voz narradora nos cuenta todos estos minuciosos datos sobre la triste vida del pueblo de los ratones y la difícil relación que éste tiene con Josefina, una falsa cantante ante la cual se doblegan por la enorme influencia que con sus silbidos ejerce sobre todos ellos, Franz Kafka, con su prosa perfecta y sibilina, capaz de enredarse como una trepadora lenta y obstinada por nuestras conciencias, sin necesidad de utilizarla en la construcción de una gran novela, que sería el equivalente a una gran voz para el canto de las divas, ejerce sobre sus lectores el mismo efecto que su personaje sobre sus congéneres: que lo veneremos por hacernos sentir ese “algo” indescriptible que su mundo evoca, “algo de la felicidad perdida y nunca más recuperable”; en cualquier caso, un atisbo del eco del paraíso, que, sin duda, es lo que anhelan todos los admiradores de cualquier arte.

Bárbara Aranguren
Madrid, septiembre de 2020Flag Counter

LogoSmall